La clave es la ficción · I ·

Ahora, mi predecesor amaba la precisión. Su Matrix se basaba en datos y ecuaciones rebuscadas. Odiaba la mente humana. Así que nunca se molestó en entender que les importan una mierda los hechos. La clave es la ficción. El único mundo que importa es el que está aquí… Y ustedes creen en las mierdas más locas.

¿Por qué? ¿Qué valida y hace reales sus ficciones? Las emociones.

Esta es la cosa con las emociones. Son mucho más fáciles de controlar que los hechos. Resulta que en mi Matrix cuanto peor los tratamos, cuanto más los manipulamos, más energía producen. Es una locura. Vengo rompiendo récords de productividad todos los años desde que asumí el cargo. Y la mejor parte, cero resistencia. La gente se queda en sus cápsulas, más felices que cerdos en la mierda.

¿La clave de todo? Tú. Y ella. Añorando en silencio lo que no tienen mientras les aterra perder lo que sí tienen. Para el 99.9 % de tu especie, esa es la definición de realidad: deseo y temor, baby. Solo dale a las personas lo que quieren, ¿no?

(…) Pero aquí está la cuestión: el rebaño no irá a ninguna parte. Les gusta mi mundo. No quieren este sentimentalismo. No quieren libertad ni empoderamiento. Quieren ser controlados…

Anhelan la comodidad de la certeza.

Este monólogo del Analista en The Matrix Resurrections (2021) (en realidad, son dos momentos del mismo personaje en el film) cuando lo escuché por primera vez, allá en diciembre del 21, me pareció una radiografía de nuestro tiempo. Ahora me lo parece aún más.

Tratando de entender de qué va la Escuela Austríaca, la cita volvía a mi mente una y otra vez como una lectura muy precisa de la condición contemporánea: de la subjetividad neoliberal, de la cultura algorítmica, del fetichismo emocional y de la política en estado de descomposición. La asociación de estas ideas no tardó en llevarme a pensar sobre esta nueva constelación de líderes que combinan retórica ultraliberal en lo económico con formas autoritarias o reaccionarias en lo político, que apelan a emociones intensas, con narrativas victimistas, la guerra cultural y sus ataques constantes a las instituciones democráticas o mediáticas. De ahí al caso específico de Milei (porque gobierna mi país, aunque vivo al lado) solo había un paso. Me pareció una buena oportunidad para intentar comprender algunos aspectos del «fenómeno Milei». Y entonces, las anotaciones y comentarios que fui haciendo comenzaron a tomar la forma de lo que ahora es esta especie de «ensayo» que iré publicando por partes y que al final intentaré compilar en un solo texto en formato pdf. Algunas escenas y pasajes de la saga The Matrix me siguen pareciendo suficientemente potentes para ilustrar y ayudar a asimilar mejor algunos conceptos e ideas por lo que las referencias a ella serán abundantes.

A modo de prólogo, algunas de estas primeras impresiones político-culturales y las razones que me llevaron a escribir en un intento por comprender y explicar el estado de cosas en el que estamos.

Esta es la cosa con las emociones

Transitamos tiempos en los que lo real parece perder consistencia. Tiempos en que los discursos más absurdos pueden presentarse como verdades indiscutibles, en que la política se vuelve espectáculo y la economía una cuestión de fe. Tiempos en que el malestar colectivo ya no busca respuestas, sino emociones. Algo que sentir. Algo a lo que aferrarse.

Estas reflexiones parten de una intuición: no estamos entendiendo del todo lo que nos está pasando porque estamos inmersos en una narrativa que ha dejado de ser reconocida como tal. Una ficción que se nos presenta como realidad y que moldea nuestras percepciones, nuestros deseos, nuestras formas de vincularnos con el mundo y con los otros.

No se trata entonces de revelar un “engaño” oculto, una mega conspiración milenaria, sino de desarmar los mecanismos —culturales, económicos, afectivos— que sostienen lo que hoy damos por cierto. De examinar cómo el capitalismo, en su fase actual, ha logrado infiltrar su lógica en el corazón mismo de la subjetividad. Cómo convirtió el deseo en motor, la emoción en herramienta de control, y la libertad en una mercancía más.

Estos textos breves pretender ser una especie de cartografía conceptual y sensible del presente. Nos proponemos avanzar por capas, como quien se adentra en un sistema complejo, tratando de identificar sus códigos, sus signos, sus reglas no escritas. Desde Borges y Baudrillard hasta la economía austríaca, desde el marketing político hasta la autoexplotación emocional, buscamos comprender cómo opera este nuevo régimen de sentido que naturaliza lo intolerable y celebra lo que nos somete.

Acá no hay recetas ni soluciones, pero sí una intención clara: abrir fisuras en el sentido común dominante. Interrumpir, aunque sea por un instante, la programación que nos dice que no hay alternativa.

Porque lo que no se piensa, se repite.

Y porque pensar —juntos— sigue siendo una forma de resistencia.

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Parte 1: ¿Qué es “real”? ¿Cómo defines “lo real”?

La Matrix está en todas partes. Está a nuestro alrededor. Incluso ahora, en esta misma habitación. Puedes verla cuando miras por la ventana o cuando enciendes la televisión. Puedes ‘sentirla’ cuando vas a trabajar… cuando vas a la iglesia… cuando pagas tus impuestos. Es el mundo que han puesto sobre tus ojos para cegarte de la verdad.”


Morpheus, The Matrix, 1999

La simulación no corresponde a un territorio, a una referencia, a una substancia, sino que es la generación por los modelos de algo real sin origen ni realidad: lo hiperreal. (…) No se trata ya de imitación ni de reiteración, ni siquiera de parodia, sino de una suplantación de lo real por los signos de lo real…”

Jean Baudrillard, Simulacros y cultura, 1977

¿Qué es la realidad? ¿Es algo tan obvio que no nos detenemos a pensarla? ¿O una construcción tan sofisticada que ya no necesita ocultarse?

En 1946, Jorge Luis Borges publicó un texto muy breve titulado Del rigor en la ciencia. En él describe a un imperio tan obsesionado por la precisión cartográfica que construye un mapa hiper detallado y minucioso que termina cubriendo exactamente cada rincón del territorio que representa. Con el tiempo, el mapa se deteriora y cae en el olvido. Pero el relato nos deja una imagen poderosa: el signo remplazando a la cosa, la representación volviéndose indistinguible de aquello que pretende representar.

Décadas más tarde, el filósofo y sociólogo Jean Baudrillard recuperaba esa misma imagen para explicar la transformación de nuestro vínculo con lo que llamamos “lo real”. Para Baudrillard, vivimos inmersos, cada vez más, en un mundo de signos, representaciones, relatos y simulacros que no buscan reflejar una verdad exterior, sino que funcionan como si fueran la realidad misma. No se trata de mentiras ni de manipulaciones, sino de construcciones que remplazan lo real sin necesidad de ocultarlo. Ya no importa que algo sea verdadero, sino que se sienta verdadero.

A esta condición la llamó hiperrealidad: un estado en el que lo real es superado por su propia representación, donde los símbolos ya no remiten a nada más que a sí mismos, y donde habitamos una red de ficciones compartidas que moldean lo que creemos, lo que sentimos y lo que deseamos.

Baudrillard desarrolló esta idea entre los años setenta y ochenta, en un mundo que comenzaba a saturarse de televisión, publicidad, telenovelas, marcas y grandes eventos mediáticos. Disneylandia, los shoppings, las guerras convertidas en espectáculo, los líderes políticos convertidos en imagen, fueron algunas de las primeras formas que encontró de esa hiperrealidad. Pero lo que entonces era un fenómeno “visible” —como una especie de “segunda capa” que distorsionaba lo real— hoy se ha vuelto la materia misma del presente.

Ya no observamos esa hiperrealidad desde afuera: la habitamos. Y no solo consumimos ficciones sino que somos parte activa de su producción y circulación. Nuestras identidades, nuestros vínculos, nuestras emociones, nuestras certidumbres políticas se construyen en gran medida sobre signos, símbolos y representaciones que ya no necesitan ser verdaderas para ser eficaces.

En la actualidad, las redes sociales no nos muestran el mundo sino que lo organizan emocionalmente para cada persona. Y los relatos políticos ya no nos explican la realidad: nos dan algo en qué creer, algo que sentir.

Lo que Borges imaginó como una paradoja absurda —un mapa que cubre el propio territorio que representa— y lo que Baudrillard denunció como síntoma de un mundo en mutación, hoy es el modo habitual de experimentar la realidad.

Y como explicaba Morpheus: está en todos lados. Es tan omnipresente que se vuelve invisible.

Por supuesto, desde los años ochenta hasta hoy, el mundo cambió de forma. Y con él, también la hiperrealidad. Cuando Baudrillard escribió Simulacros y simulación, la ficción era algo que, aunque nos rodeaba, aún parecía venir desde “afuera”: la televisión, la publicidad, el cine. El consumidor todavía era —al menos en apariencia— un sujeto que recibía. Hoy, en cambio, cada sujeto es productor, consumidor y curador de su propia ficción cotidiana.

Ya no necesitamos grandes estudios de televisión para generar realidad: alcanza con un teléfono, una cámara y una conexión.

Tampoco necesitamos que nos digan qué creer: creemos lo que elegimos sentir. Y elegimos sentir lo que confirma lo que deseamos. La hiperrealidad ya no se impone como una estructura de poder externa, sino que opera desde el interior mismo de nuestras emociones.

Por eso, el motor de esta nueva etapa no es la imagen en sí, sino el deseo. Un deseo que no busca ya transformar el mundo, sino validar lo que ya se siente como cierto. Un deseo que no se pregunta por la verdad, sino por la pertenencia, la identidad, la coherencia emocional.

Esto es lo que el personaje del Analista, en The Matrix Resurrections”, entiende y explica con una claridad escalofriante. A diferencia del Arquitecto, que diseñaba sistemas basados en ecuaciones y lógica, el Analista trabaja con emociones. Su Matrix no funciona porque engañe a la gente, sino porque les ofrece exactamente lo que quieren sentir.

La clave es la ficción”, dice. Y aclara: “Esta es la cosa con las emociones. Son mucho más fáciles de controlar que los hechos.

Esa frase es una radiografía de nuestra época.

Vivimos una etapa en la que la validación emocional ha desplazado a la validación racional o empírica. No creemos porque sabemos: sabemos porque creemos. Y si algo nos molesta, nos contradice o nos pone en duda, simplemente lo excluimos, lo etiquetamos, lo negamos. Lo cancelamos.

Así, las redes, los medios y los discursos se configuran en función del deseo. Pero no de cualquier deseo, sino uno domesticado, preformateado, guiado por los algoritmos y las plataformas. No es un deseo libre, sino un deseo procesado: deseamos lo que está disponible, sentimos lo que está permitido y rechazamos lo que incomoda.

La hiperrealidad ya no es un espectáculo exterior: es la forma hegemónica de vida y de experimentar un mundo donde las emociones importan más que los hechos. Y donde las ficciones compartidas ya no son creencias privadas, sino estructuras de orden social.

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