Cuanto peor los tratamos, más producen: capitalismo afectivo
Durante décadas, las teorías económicas dominantes nos dijeron que el ser humano respondía a incentivos racionales. Que tomaba decisiones evaluando costos y beneficios. Que la competencia, el esfuerzo y la eficiencia eran motores naturales del progreso.
Pero la realidad cotidiana cuenta otra historia. Una en la que las personas no solo trabajan más que nunca, sino que lo hacen bajo niveles crecientes de ansiedad, culpa, autoexigencia y desamparo. No por coerción externa, sino por una forma de disciplina emocional internalizada, que convierte el deseo de éxito en obligación, y el fracaso en culpa individual.
En este nuevo régimen, el capitalismo no solo organiza la producción de bienes. Organiza también la producción de subjetividad. Y la hace funcional a un modelo que extrae energía emocional del malestar, convierte la frustración en motivación, y la autovaloración en rendimiento.
Si la vieja fábrica disciplinaba al cuerpo de los trabajadores, este nuevo dispositivo les exige el “alma”.
1. La subjetividad neoliberal: el yo como empresa
En el corazón del capitalismo contemporáneo no hay una fábrica, sino una promesa. Una promesa de libertad, de autorrealización, de éxito individual. Pero esa promesa viene con una condición: que cada quien se convierta en su propio “emprendimiento”.
Ya no se trata solo de trabajar, sino de ser productivo. De gestionar el tiempo, las emociones, los vínculos, el cuerpo, los deseos y los miedos como si fueran recursos escasos de una microempresa que compite en un mercado. Un mercado sin reglas claras, donde todo es posible, pero nada está garantizado.
Este es el núcleo de lo que varios autores han llamado la subjetividad neoliberal: un yo que se autovalora, se autovende, se autogestiona, se autoexige. Y, cuando no alcanza, se autoculpa.
No hay patrón a quien reclamar, porque el patrón está adentro. No hay sindicato posible, porque no hay “otros”, solo competencia.
En este modelo, el éxito no es ya una posición social, sino una forma de consuelo. Una manera de calmar el miedo constante a no estar a la altura, a quedar afuera, a no valer. Y el fracaso, por contraste, no se vive como una injusticia estructural, sino como una falta personal. Como si no hubiéramos hecho suficiente, aprendido lo correcto, optimizado bien nuestro perfil, aprovechado nuestras oportunidades.
Todo se vuelve responsabilidad individual. La salud, la felicidad, el ingreso, el cuerpo, la motivación, la “marca personal”. Hasta el bienestar emocional se convierte en una obligación: hay que estar siempre bien. Y si no se puede, hay que trabajar más en uno mismo.
La explotación ya no necesita coerción externa, se ha vuelto voluntaria. Y por eso mismo, más eficaz. El capitalismo emocional no oprime desde afuera sino que opera desde adentro. No rompe el alma, la rediseña como instrumento de rendimiento.
2. Autoexplotación, deseo y ansiedad
Decíamos que la gran eficacia de este capitalismo afectivo no reside en su capacidad para controlar desde fuera, sino en su poder para convertir el deseo en instrumento de dominación.
No nos obliga a trabajar más. Nos convence de que es lo que queremos. No nos impone competir. Nos hace sentir que si no lo hacemos, no existimos.
Ya no hay necesidad de un patrón que vigile, ni de una norma que castigue. El nuevo régimen ha logrado algo más profundo: que el sujeto se vigile a sí mismo, se corrija, se compare, se castigue. Y todo, en nombre de su libertad.
En este modelo, la libertad no es el acceso a lo común, sino la carga de gestionarse solo. Ser libre es hacerse cargo. Es no pedir. Es no quejarse. Es sonreír aunque duela.
Y cuando esa exigencia se vuelve insoportable —porque lo es—, no se la cuestiona. Se la medicaliza, se la psicologiza o se la vuelve tema de autoayuda. Se ofrecen técnicas y pastillas para dormir mejor, para estar presente, para soltar lo que no suma. Todo sirve, siempre que no se toque la estructura.
Consecuentemente, la ansiedad deja de ser una señal de alarma colectiva para convertirse en un “desajuste personal”. El problema no es el modelo, sos vos. Tu incapacidad de fluir, de ser resiliente, de adaptarte.
Y es en ese malestar individualizado donde el sistema se vuelve más productivo. Porque cuanto peor nos sentimos, más consumimos. Más cursos, más terapia, más pastillas, más likes, más herramientas para mejorar.
La máquina ya no necesita explotarnos. Nos explota que no llegamos a ser lo que “deberíamos” ser. Y en esa carrera infinita, el deseo —aquello que nos impulsa a vivir— se convierte en deuda.
3. Las nuevas subjetividades como engranajes de productividad
El capitalismo actual ya no necesita fuerza de trabajo disciplinada. Necesita “almas” disponibles, cuerpos implicados, sujetos que se crean únicos pero se comporten de manera predecible. Necesita entusiasmo, miedo, deseo.
Y eso es precisamente lo que produce: subjetividades emocionalmente moldeadas para rendir, para competir, para automotivarse cuando todo se desmorona. Sujetos que venden su tiempo, su imagen, su intimidad, su historia y su dolor, convencidos de que allí reside su valor.
El modelo no impone qué ser. Impone ser algo. Algo visible, cuantificable, compartible. Algo que sume, que escale, que se vuelva métrica. Y cuanto más interiorizamos ese mandato, más lejos quedamos de poder pensar otra cosa. Imaginar otra forma de estar en el mundo. Otra idea de comunidad. Otra economía del deseo.
El mayor éxito de este régimen actual no es haber destruido lo común. Es haberlo vuelto impensable. Haber hecho que la única realidad posible sea esta: la de un mundo de sujetos solitarios, medidos, autoexigidos y constantemente endeudados con sus propias expectativas.
El sistema ya no necesita esclavos. Necesita sujetos eficientes, optimistas, autónomos, resilientes, estresados, endeudados y agradecidos. Y cuanto más nos parecemos a esa figura, más fácil es que confundamos rendimiento con dignidad, fracaso con culpa, y libertad con obediencia.