La clave es la ficción · VI ·

Pastilla azul / Pastilla roja: una pedagogía del oprimido invertida

En América Latina la pedagogía de la dominación ha adquirido una eficacia notable. Allí donde Paulo Freire imaginaba una pedagogía del oprimido orientada a la emancipación colectiva, la realidad contemporánea parece haber invertido la fórmula: ahora es el oprimido quien muchas veces internaliza, reproduce y hasta defiende activamente las lógicas que lo oprimen.

Esta inversión no es accidental. Es el resultado de décadas de desgaste institucional, deslegitimación progresiva de lo público y bombardeo constante de discursos que presentan al Estado como enemigo, a la política como fraude, y a la organización colectiva como una trampa para ingenuos o resentidos. En ese contexto, la identidad del “emprendedor” se vuelve un refugio. No porque sea efectiva, sino porque es emocionalmente tolerable: permite imaginar una salida individual allí donde todo lo colectivo aparece como fracaso.

De esta manera, la conciencia crítica deja de cultivarse como herramienta de transformación y es remplazada por una mezcla de escepticismo cínico y aspiracionalismo defensivo. En lugar de preguntarnos por qué las cosas funcionan como funcionan, intentamos sobrevivir adaptándonos lo mejor posible a un orden dado, incluso cuando ese orden resulte profundamente injusto. No hay pedagogía del oprimido posible donde el oprimido se percibe como culpable de su situación o, peor aún, como merecedor de ella.

Esta es una de las condiciones más delicadas para cualquier intento de transformación real: el momento en que el oprimido ya no desea liberarse, sino parecerse al opresor. No por identificación ideológica, sino por necesidad emocional, por agotamiento, por desesperanza.

1. El desierto de lo real: el ecosistema que hizo posible a Milei

Nada crece en el vacío. El ascenso de Javier Milei a la presidencia de Argentina no puede entenderse si se lo aísla del ecosistema social, político, mediático y cultural que lo hizo posible. Su figura no emergió de un desierto, sino de un terreno abonado durante décadas con frustraciones acumuladas, desgaste institucional, crisis económicas cíclicas y una creciente sensación de estancamiento colectivo.

Desde hace años, la política argentina viene marcada por un agotamiento progresivo de sus formas tradicionales de representación. La persistencia de inequidades estructurales, la inestabilidad económica y la falta de renovación efectiva del sistema político fueron generando un clima propicio para discursos que canalizaran el malestar en clave de ruptura. La “casta política” —ese significante vacío que Milei popularizó— encontró eco en una ciudadanía que, más allá de su diversidad ideológica, percibía que las élites gobernantes se distanciaban cada vez más de las preocupaciones cotidianas.

A ese malestar generalizado se sumó un entorno mediático hiperfragmentado, donde los discursos virales y las performances disruptivas obtienen mayor visibilidad que los planteos argumentativos. En ese contexto, la figura de Milei —construida cuidadosamente como outsider explosivo— logró captar la atención de audiencias despolitizadas o desencantadas, movilizando no tanto una adhesión ideológica sólida como una pulsión de rechazo.

La paradoja es evidente: cuanto más se lo criticaba desde los espacios tradicionales, más crecía su capital simbólico como «anti-político». Su estilo, basado en la confrontación, la descalificación y la promesa de destrucción del statu quo, era funcional a un escenario en el que la representación estaba quebrada y el futuro parecía clausurado.

2. La “anomalía” sistémica

Resulta tentador leer a Milei como una anomalía: un fenómeno externo, exógeno, incompatible con la lógica del sistema democrático o con las formas tradicionales del capitalismo. Pero esa lectura omite algo crucial: Milei no es un cuerpo extraño al sistema, es su producto. Y no solo eso: es un producto que, en muchos sentidos, lo fortalece.

El discurso libertario que Milei encarna se presenta como antitético al orden existente: proclama la destrucción del Estado, denuncia a la “casta”, se proclama defensor de la libertad contra el colectivismo. Pero en los hechos, sus políticas son perfectamente funcionales al núcleo duro del capitalismo contemporáneo. La eliminación de regulaciones, la apertura indiscriminada de mercados, la desfinanciación del Estado, la transferencia de recursos al capital concentrado, no representan una ruptura con el sistema: lo profundizan.

La figura del «libertario antisistema» opera como una válvula de escape simbólica. Permite canalizar el descontento sin cuestionar los fundamentos reales del orden económico global. Al presentar la libertad como un atributo exclusivamente individual y reducir la política a un problema de eficiencia, Milei ofrece una versión extrema —pero coherente— del mismo sistema que dice combatir. En lugar de proponer un nuevo contrato social, consagra la disolución del lazo social como forma de redención.

Desde esta perspectiva, el Milei presidente no es el apocalipsis de la democracia liberal, sino su reverso especular: una versión desfigurada que, paradójicamente, preserva su núcleo más funcional al capital. Lo que parece una disrupción es, en realidad, una adaptación.

3. Las apariencias pueden ser engañosas

La incomodidad crece cuando advertimos que lo que encarna Milei no es tanto una anomalía como una hiperconcentración de rasgos que ya están presentes, en diversos grados, en la estructura que habitamos y reproducimos. Por eso, el espectáculo de su irrupción no puede analizarse como si fuese otro sistema, ni como una mera desviación del ideal democrático. Milei, como agente disruptivo que se rebela contra el orden establecido, lo hace desde dentro, utilizando los propios recursos del sistema que dice combatir. Y, al hacerlo, no destruye el sistema: lo expone. En este punto, la figura del agente Smith en “The Matrix Reloaded” resulta más que ilustrativa.

Smith, es un programa expulsado por la lógica del sistema pero aún definido por su propósito original, que regresa para diseminarse como un virus. No busca subvertir la Matrix desde afuera ni escapar de ella, sino reproducirse ad infinitum dentro de ella, desfigurando sus funciones mientras afirma con vehemencia su razón de ser: el propósito.

“Pero, como bien sabe, las apariencias pueden ser engañosas, lo que me lleva de vuelta al motivo por el que estamos aquí. No estamos aquí porque seamos libres, estamos aquí porque no somos libres. No hay forma de escapar a la razón, ni de negar el propósito, porque, como ambos sabemos, sin propósito no existiríamos.(…)Estamos aquí por usted, señor Anderson, estamos aquí para quitarle lo que usted intentó quitarnos. El propósito.”

La analogía no necesita ser perfecta para ser potente. Como Smith, Milei es un producto del mismo sistema que pretende destruir. Se alimenta de él, lo recorre, lo parasita, y encuentra en su propósito —la lógica del capital, la exaltación de lo individual, la performance de la disrupción— el combustible para afirmarse. Por eso no sorprende que su prédica “anticasta” sea a la vez profundamente funcional a los poderes más concentrados del capitalismo global, ni que su crítica al Estado sea indistinguible de una campaña para volverlo un aparato cada vez más servil a esos intereses.

4. El espejo invertido

A la luz de lo que venimos analizando, la aparición de una figura como Milei en Argentina —pero también Donald Trump en Estados Unidos, Jair Bolsonaro en Brasil, Giorgia Meloni en Italia, Santiago Abascal en España, Geert Wilders en Países Bajos o Éric Zemmour en Francia—, ya no debería parecernos un fenómeno inexplicable ni puramente exótico. Como dijimos, es casi la consecuencia lógica de un proceso sostenido de degradación de lo público, de fragmentación del lazo social y de despolitización de las condiciones materiales de existencia.

En ese contexto, Milei logra conectar no tanto porque represente una solución real, sino porque encarna una forma emocionalmente potente de catarsis, resentimiento y “sinceramiento brutal” de un malestar que no encontraba canal. Y lo hace con un discurso que prescinde por completo de la responsabilidad colectiva, del análisis estructural o del reconocimiento de las condiciones históricas: todo se reduce a una épica individual, a una guerra moral entre “los parásitos” y “los que producen”, entre “la casta” y “la gente de bien”.

Esta lógica binaria y violenta no es solo una estrategia de campaña: es un modo de subjetivación que gana terreno. Por eso preocupa —y debería preocuparnos más— la velocidad con la que se están naturalizando niveles inéditos de violencia verbal, hostigamiento simbólico e intolerancia radical, tanto desde el discurso del propio presidente como desde los sectores más activos de su base digital. No es solo retórica: es pedagogía. Y como toda pedagogía, produce efectos.

Milei (o cualquiera de los mencionados con los que comparte rasgos comunes) puede parecer un fenómeno disruptivo, incluso aberrante para ciertos sectores políticos o culturales, pero su emergencia, como venimos observando, no es un accidente histórico ni una anomalía sin explicación. Por el contrario, es el producto coherente —aunque extremo— de un entramado que se viene gestando hace décadas, donde el deterioro de las condiciones materiales se entrelaza con un vaciamiento simbólico sostenido.

En este sentido, Milei no llega al poder a pesar del estado de cosas argentino, sino gracias a él. Su éxito tiene raíces en la incapacidad crónica de la política tradicional para ofrecer respuestas concretas a las mutaciones del trabajo, la subjetividad y la vida cotidiana que venimos describiendo. Durante años, amplios sectores de la población quedaron atrapados entre promesas incumplidas, fórmulas gastadas y diagnósticos que no logran captar el malestar contemporáneo. Así, el discurso incendiario que proclama “basta de tibieza” y “dinamitarlo todo” aparece como una alternativa creíble, aunque implique una renuncia activa al pensamiento crítico.

Pero Milei no solo es síntoma. Como Smith en la Matrix, no viene de otro mundo. Es un reflejo extremo del nuestro. Por eso, su figura nos perturba. Es un espejo que devuelve, con estridencia y furia, la imagen de nuestras propias contradicciones. Representa, de forma exagerada y brutal, muchas de las lógicas emocionales, discursivas y culturales que circulan en redes sociales, medios y espacios de conversación cotidiana. Su estilo agresivo, su lenguaje performático, la teatralización de la intolerancia, el desprecio por la duda o la complejidad, la necesidad de un enemigo permanente y la ilusión de autenticidad que produce el grito desaforado: todo eso no le es ajeno a la cultura política de época, incluso entre quienes se definen como sus adversarios. La indignación permanente, el deseo de humillar al otro, la lógica de la cancelación y el placer por el castigo son prácticas extendidas, transversales y, muchas veces, celebradas.

Esta normalización de la violencia simbólica y verbal —que desde la presidencia se proyecta ahora con legitimidad institucional— no puede sino escalar. Lo que hoy es trending topic, mañana puede ser agresión física, marginación social o persecución organizada. No porque haya un gran plan maestro detrás, sino porque las condiciones para que eso ocurra ya están instaladas. Lo que en otros contextos podría parecer impensable, acá puede volverse práctica cotidiana. Y el riesgo no es solamente institucional sino afectivo, relacional y cultural.

Cuando el insulto remplaza al argumento, cuando la amenaza se vuelve rutina y la deshumanización se celebra como prueba de carácter, el horizonte compartido comienza a fracturarse de forma profunda. El lenguaje ya no sirve para construir acuerdos, sino para marcar enemigos. Y eso, en una sociedad con niveles crecientes de frustración, desigualdad y desamparo, no puede terminar más que de una manera: muy mal.

Poner el foco en todo esto no es demonizar a un sector del electorado ni psicologizar una elección política. Es, más bien, un llamado a reconocer que la matriz afectiva que alimenta el fenómeno Milei no nos es completamente ajena. No hay afuera del ecosistema emocional que lo vuelve posible. Por eso, tal vez, la pregunta más difícil no sea quién es Milei, sino qué dice de nosotros su ascenso, y qué haremos con esa respuesta.

5. Narrativas para desprogramar

No hay, nunca las hubo, nunca las habrá, soluciones mágicas para los problemas que nos atraviesan. Pero sí hay formas mejores o peores de narrarlos, y ahí es donde todavía tenemos margen. Frente al vértigo de la simplificación, necesitamos recuperar el valor político de las palabras lentas. No para explicar desde arriba, con tono paternalista, lo que “la gente” no entiende, sino para volver inteligibles las condiciones de vida de millones desde una gramática menos anestesiada, menos rendida.

Eso implica abandonar la idea de que la disputa central es entre razón e irracionalidad, entre democracia e ignorancia, entre civilización y barbarie. Esos binarismos no solo no sirven: alimentan el fuego que pretenden apagar. La clave no está en confrontar el “delirio libertario” con “datos duros”, como si estuviéramos frente a un problema de información. Tampoco en ofrecer una épica nostálgica que solo habla a los ya convencidos. Lo que hace falta es construir marcos interpretativos que desprogramen los automatismos con los que hoy se piensa lo social, el trabajo, el Estado, la política, la libertad, la justicia.

Eso no puede lograrse con más marketing, sino con otro tipo de escucha. Una escucha que no parta del diagnóstico sino del malestar, que no tema nombrar lo que se ha vuelto indecible. Que reconozca que muchas personas no votan “en contra de sus intereses” sino en nombre de intereses que no sabemos leer, porque no se reducen a lo económico, lo laboral o lo identitario. Y que incluso cuando votan desde el miedo, la bronca o el deseo de castigo, lo hacen buscando algún tipo de sentido, de pertenencia, de control sobre sus vidas.

La tarea entonces no es solo política en el sentido clásico del término. Es cultural, simbólica, pedagógica. Implica desarmar los relatos totalizantes que construyen enemigos y ofrecer en su lugar narrativas que puedan alojar la complejidad sin perder potencia. Narrativas que no se limiten a defender lo público como un conjunto de instituciones, sino como la posibilidad de una vida compartida. Que no apelen al Estado como una estructura abstracta, sino como una trama de relaciones concretas, habitables, mejorables. Que no resignen la dimensión afectiva, pero tampoco caigan en su sobreactuación.

Esto no es tarea de un iluminado ni de una vanguardia esclarecida. Es, como tantas veces en la historia, un trabajo coral, disperso, paciente. No hay garantías de éxito. Pero sí una certeza: si no desactivamos los códigos simbólicos que hoy sostienen el sentido común neoliberal-autoritario, ningún plan de gobierno, por progresista que sea, podrá interrumpir el deterioro. Porque antes de que se legisle o se administre, el mundo se cuenta. Y quien domina ese relato, tiene medio camino hecho.

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