En muchas discusiones, debates y textos sobre la inteligencia artificial generativa, hay una inclinación a centrarse en lo que salta a la vista: herramientas que «roban» o «suprimen creatividad», empresas que «desplazan artistas», o riesgos inmediatos sobre los derechos de autor, además de lo relativo a la privacidad y los datos. Esto es lo que podríamos llamar lo «obvio aparente»: lo que se percibe sin necesidad de reflexión profunda. Pero lo verdaderamente relevante, lo que constituye lo «obvio profundo», rara vez se menciona: el marco económico, jurídico y social que permite que estas herramientas operen de forma extractiva y concentradora de poder, la complicidad estructural de las personas usuarias y plataformas, y la lógica capitalista que legitima la apropiación de datos y trabajo creativo.
Con esto en mente, conviene —como decía León-O de los Thundercats— ver más allá de lo evidente, porque la verdadera crítica política no se dirige a lo obvio aparente, sino a aquello que sustenta el fenómeno.
En los últimos meses se vienen multiplicando artículos y publicaciones que denuncian a la inteligencia artificial generativa como una nueva forma de extractivismo. O que la acusan de apropiarse del trabajo de artistas, de vulnerar derechos de autor y de poner en riesgo el trabajo creativo. Y, en muchos sentidos, esas denuncias son válidas: la concentración de poder tecnológico, la opacidad de los modelos y el uso masivo de datos sin consentimiento son problemas reales. Pero la forma en que la crítica suele formularse revela algo más profundo: la dificultad de pensar políticamente el fenómeno.
Buena parte de estas lecturas, tan apasionadas como moralmente contundentes, se detienen en la superficie del problema. Sitúan la causa del daño en la herramienta —la IA— o en las empresas que la desarrollan, pero no en el sistema económico que produce y recompensa esas prácticas. Es decir, la IA aparece como el nuevo enemigo visible de un proceso que, en realidad, es una actualización de las mismas lógicas de acumulación capitalista que gobiernan todos los ámbitos de la vida contemporánea.
OpenAI, Midjourney, Google pueden entenderse y ser presentadas como problemas. Pero no son el verdadero problema. Son manifestaciones de una estructura que premia la extracción de valor, la reducción de costos y la conversión de toda forma de trabajo o de dato en mercancía. En este marco, el “extractivismo digital” no es una desviación ética, sino la expresión coherente de un modo de producción que considera legítimo obtener beneficio a partir de cualquier cosa: tiempo, atención, creatividad o deseo.
Por eso, cuando se afirma que los sistemas de IA “no crean nada nuevo”, o que “su único objetivo es sustituir artistas”, se están confundiendo causa y consecuencia. Ninguna creación humana surge de la nada; toda práctica artística —como todo proceso de aprendizaje— es recombinación y reinterpretación. Y ninguna empresa tiene por objetivo último remplazar personas: su fin es maximizar beneficios en un entorno donde esa lógica es la única medida de éxito. El problema, parece claro, no está en la herramienta, sino en el marco económico y jurídico que convierte esa herramienta en un arma de precarización.
Esa omisión no es menor. Al poner el foco en el instrumento, se difumina, se borra el fondo estructural que lo sostiene. Y así, la crítica, que podría ser una vía hacia la conciencia política, se convierte en un gesto de impotencia moral, que exige protección legal dentro del mismo sistema que garantiza la extracción y la desigualdad.
Se reclama justicia a las mismas leyes que legalizan la desposesión.
A eso se suma una dimensión que rara vez se discute: la cesión voluntaria de derechos por parte de millones de personas usuarias. Las condiciones de uso de plataformas como las de Meta lo explicitan con claridad:
“Cuando compartes, publicas o subes contenido protegido por derechos de propiedad intelectual en nuestros productos, nos otorgas una licencia internacional, libre de regalías, sublicenciable, transferible y no exclusiva para alojar, usar, distribuir, modificar, publicar, copiar, mostrar o exhibir públicamente y traducir tu contenido, así como para crear trabajos derivados de él (…). La licencia finalizará una vez que se elimine tu contenido de nuestros sistemas.”
Dicho sin eufemismos: cada vez que alguien sube una foto, un texto o una ilustración, está transfiriendo derechos de uso amplísimos a una corporación privada. La desposesión no ocurre a espaldas de la gente, sino con su consentimiento formal, dentro de los marcos jurídicos vigentes. Y es precisamente ahí donde la crítica superficial se vuelve ciega y sucede lo que mencionamos recién: se reclama justicia a las mismas leyes que legalizan la desposesión.
A eso hay que sumar una paradoja práctica, muy común de esta época: muchas de las voces más duras contra el “extractivismo digital” publican sus denuncias en redes como X o Instagram, alojadas en servidores de Google o Meta, con direcciones de contacto de Gmail. Esto no es una contradicción individual —nadie puede vivir fuera del sistema que critica—, sino una muestra de hasta qué punto el capitalismo digital estructura incluso nuestras formas de oposición. Pero al no reconocerlo, la crítica se vuelve funcional a aquello que denuncia: un circuito cerrado de indignación sin transformación.
Hablar de inteligencia artificial, de arte o de derechos digitales sin hablar de capitalismo es mirar el síntoma y negar la enfermedad. Mientras el análisis se limite a señalar «culpables» visibles —la IA, las empresas, las y los usuarios descuidados—, el problema seguirá intacto. Pensar políticamente la IA significa preguntarnos por las condiciones materiales, jurídicas y simbólicas que hacen posible su existencia.
Y eso implica algo más incómodo que indignarse y quejarse: implica cuestionar el modo de producción que da forma a nuestra época.


