Añorando lo que no tienen, temiendo perder lo que sí tienen: Política de lo impensable
¿Qué sostiene hoy el orden? No la autoridad, ni la fuerza, ni el mito, ni la tradición. Lo sostiene el ser. La subjetividad dolida, ansiosa, extenuada… pero aferrada a lo que tiene.
El neoliberalismo actual, como venimos observando, no se impone desde afuera ni necesita reprimir de la manera clásica (aunque también lo hace). Se aloja adentro. Solo necesita que deseemos lo que tenemos miedo de perder.
Ese es el nuevo núcleo de la sujeción: no el castigo, sino el temor al vacío. El miedo a no tener. El miedo a no pertenecer, a no ser, a quedar fuera de todo: del consumo, del relato, del afecto, del reconocimiento.
1. Deseo y temor, baby
En las sociedades contemporáneas, buena parte de los modos de vida están atravesados por una ansiedad estructural. No se trata simplemente de una experiencia psíquica individual, sino de un modo de subjetivación funcional al sistema: una subjetividad que desea lo que no tiene, se angustia por perder lo que tiene, y se autoevalúa constantemente con la ilusión de poder controlarlo todo.
Este estado de alerta permanente tiene raíces materiales. La precarización del trabajo, la volatilidad del ingreso y la sobreexposición digital configuran un escenario donde el “fracaso” no es una posibilidad, sino una certeza diferida. La promesa de estabilidad ha sido remplazada por un imperativo de adaptación constante, y esa mutación se vive como responsabilidad individual. La ansiedad no es una patología del sistema, sino una de sus formas de reproducción más eficaces.
Esta subjetividad ansiosa suele estar también endeudada, no solo económicamente, sino simbólicamente. El crédito —financiero o moral— se convierte en el modo de acceso a bienes, vínculos, prestigio, reconocimiento. Ser alguien es, cada vez más, ser alguien que «debe»: debe tiempo, atención, gratitud, productividad. La deuda no solo vincula con el capital, sino también con los otros. Se espera de nosotros no solo que consumamos, sino que rindamos emocionalmente.
En paralelo, crece la fragmentación identitaria. La cultura del rendimiento, sostenida por plataformas y métricas visibles, promueve una versión de la subjetividad entendida como marca personal: flexible, negociable, monetizable. El “yo” ya no es una interioridad a explorar, sino un producto que debe ofrecerse, probarse, validarse. Y en esa lógica, lo colectivo deja de tener sentido. La política se vuelve ajena, incluso amenazante. Lo común se diluye en la competencia entre ansiedades.
Así se constituye una forma de vida que añora lo que no tiene —una versión idealizada de sí, una plenitud prometida, un orden que nunca existió—, y teme perder lo que tiene —un mínimo de estabilidad, una identidad precaria, un lazo tenue—. Esta tensión se traduce en malestar, pero no en acción. El malestar se privatiza, y la desafección política se intensifica. La subjetividad neoliberal no es simplemente pasiva: es funcional. Y por eso, no basta con señalar sus síntomas. Hay que entender cómo se produce, se normaliza, y qué tipo de mundo hace posible.
2. No quieren libertad ni empoderamiento. Quieren ser controlados.
A medida que se debilita la capacidad de proyectar un futuro común —es decir, político—, la incertidumbre se vuelve una amenaza existencial. En este contexto, el deseo de emancipación cede paso al anhelo de certeza. Lo imprevisible, lo abierto, lo por venir, deja de ser un horizonte deseable y se convierte en una carga insoportable. Frente a ese malestar, muchas subjetividades encuentran alivio no en la libertad, sino en la obediencia. No en la autonomía, sino en el orden.
Pero no se trata de una “nostalgia” por regímenes autoritarios en sentido clásico. El control que hoy se busca es más blando, más envolvente. No reprime sino que contiene. No impone, seduce. El mercado ofrece esa certeza sin violencia aparente: un mundo administrado algorítmicamente, donde todo puede evaluarse, rastrearse, optimizarse. Así se internaliza una lógica que transforma la incertidumbre en ineficiencia y a la libertad en disfunción. Bajo esta lógica, ser libre es exponerse al error, y exponerse al error es un lujo que el presente no se puede permitir.
La política, entendida como conflicto, negociación y transformación de lo común, pierde atractivo frente a los simulacros de elección individual. Decidir entre marcas, entre plataformas, entre estilos de vida prediseñados, da la ilusión de autonomía sin el riesgo del desacuerdo. Se remplaza la deliberación por el scroll. El antagonismo por el match. El compromiso por la satisfacción inmediata. La acción política es entonces desplazada por una coreografía de consumo donde todo parece estar bajo control. Incluso el propio deseo.
Esta aparente elección libre, sin embargo, está minada de mandatos. El mandato de ser uno mismo, el de vivir al máximo, el de superarse constantemente. La paradoja es que, en nombre de esa libertad absoluta, se produce una forma de sujeción funcional: el goce está puesto, ya no en la transgresión del orden, sino en su cumplimiento. Se goza siguiendo rutinas de productividad, midiendo cada paso. Se goza controlando el cuerpo, las emociones, los pensamientos. El dispositivo ya no necesita imponer normas desde afuera: se vuelve eficaz cuando logra que el sujeto las desee.
En este sentido, la servidumbre ya no es un síntoma de ignorancia o alienación, sino una estrategia de sobrevivencia afectiva en un mundo caotizado. Desear el control, someterse voluntariamente, renunciar al conflicto: todo eso puede leerse como una respuesta racional —aunque trágica— frente al vacío que dejó la desaparición de los grandes relatos colectivos. Frente al miedo a no pertenecer, a no rendir, a no estar a la altura, muchas personas eligen seguir reglas, aunque no las entiendan. Optan por confiar en un sistema que no los representa, pero los tranquiliza.
De este modo, el poder ya no necesita imponerse desde arriba: se reproduce desde abajo, en los gestos cotidianos, en los algoritmos que se aceptan sin leer, en los acuerdos tácitos que sostienen una estructura que no se comparte pero se obedece. La novedad es que el sometimiento no se vive como tal: se percibe como protección. Y eso, precisamente, es lo que hace tan difícil interrumpir el ciclo.