El fin de la verdad como problema político
Si el mapa ya no representa un territorio, sino un deseo, ¿qué ocurre con las formas que nos organizan como sociedad? ¿Cómo se ejerce la política en un mundo donde los hechos han perdido peso frente a las emociones? Tratemos entonces de explorar las consecuencias de la disolución de la verdad como principio común y su remplazo por formas afectivas de legitimidad. Porque lo que está en juego ya no es solo el conocimiento, sino la posibilidad misma de lo público.
1. Del racionalismo ilustrado al régimen emocional
Durante siglos, gran parte del pensamiento occidental sostuvo que la verdad era el fundamento irrenunciable de todo orden político legítimo. Desde la Ilustración en adelante, la razón fue celebrada como la facultad que podía emancipar a los pueblos, permitir la organización racional de la sociedad, y sostener —como ideal— que los desacuerdos podían resolverse mediante la argumentación y la evidencia.
Esa confianza moderna en el progreso, en la ciencia, en los hechos, no fue jamás absoluta ni universal, claro, pero configuró un horizonte cultural: el de una política fundada, al menos idealmente, sobre verdades verificables y compartidas.
Incluso cuando irrumpieron las grandes ideologías del siglo XX, cada una se presentaba como portadora de una verdad histórica o científica. El liberalismo, el marxismo, el positivismo, el fascismo —cada uno a su manera— entendían que el mundo podía conocerse, describirse, y transformarse con arreglo a un saber. En todos los casos, la verdad era una disputa central, un problema político en sí mismo.
Con la irrupción del pensamiento posmoderno, esa confianza se volvió objeto de sospecha. Foucault, Lyotard, Derrida, entre otros autores, pusieron en cuestión la idea de una verdad única, objetiva y universal. Se mostraron también los vínculos entre saber y poder, entre verdad y discurso, entre lo que se considera evidente y los mecanismos que lo legitiman.
Pero incluso entonces, la verdad seguía importando: lo que cambiaba era la manera de entenderla. Hoy, sin embargo, no estamos en tiempos de la verdad ni del relativismo: estamos en el tiempo de la indiferencia hacia la verdad.
El problema actual no es que no haya verdad o que todo sea relativo —eso sería todavía una disputa teórica—, sino que la verdad ha dejado de importar como criterio de legitimación.
Lo que determina la adhesión a una idea, a una narrativa, a una figura política, no tiene nada que ver con su consistencia lógica ni su fundamento empírico, sino su capacidad de sintonizar con un estado emocional.
El régimen contemporáneo ya no es el de la razón ilustrada ni el del escepticismo posmoderno: es el de la validación afectiva.
Una verdad ya no necesita demostrarse, solo necesita hacernos sentir algo que deseamos sentir. Y esa es, probablemente, la característica más inquietante del presente: la realidad ha dejado de ser un problema político. Ya no se trata de transformarla, de conocerla o de disputarla, sino de habitarla emocionalmente, aunque sea ficticia.
2. La política de los hechos contra la política del afecto
Durante mucho tiempo, asumimos que la política debía basarse en la evidencia, en el análisis racional de la realidad y en la búsqueda del bien común a través del debate de ideas. Las diferencias ideológicas se ordenaban, al menos en la superficie, en torno a proyectos de país, diagnósticos estructurales, estadísticas, modelos económicos o visiones filosóficas de la sociedad.
Podíamos tener discusiones ásperas, incluso irreconciliables, pero discutíamos sobre “lo que pasa” y “lo que debería pasar”. Había una disputa por los hechos.
Hoy ese paradigma está en crisis. Pero no porque hayan desaparecido los hechos, sino porque han sido desplazados como eje organizador del discurso político. La política se ha ido convirtiendo —cada vez más— en una cuestión de identificación emocional.
La figura del líder ya no necesita argumentar sino que necesita representar. Encarnar una emoción, canalizar una angustia, devolverle sentido a un enojo, a un miedo, a un deseo. No importa si lo que dice es cierto, consistente o realizable. Lo que importa es que su mensaje “suene verdadero”. Y lo que hace que algo suene verdadero no es su relación con los hechos, sino su capacidad de producir una experiencia afectiva de autenticidad.
El escenario político contemporáneo está lleno de estos síntomas. Líderes que mienten sin vergüenza o dudas, que prometen lo imposible, que dicen barbaridades y que sin embargo no pierden apoyo, porque no se los evalúa por lo que hacen o por lo que saben, sino por lo que hacen sentir. En ese esquema, la mentira ya no es un escándalo. Puede ser incluso una demostración de poder: «Si digo cualquier cosa y me siguen creyendo, es porque ya no importa lo que digo. Importo yo.”
La política del afecto no es un fenómeno nuevo ni desconocido. Pero lo que la distingue hoy es que ya no se trata solo de apelar a emociones como el amor a la patria o la solidaridad, sino de organizar la acción política en torno a la emocionalidad individual y fluctuante. Cada integrante de la ciudadanía es interpelado no como parte de un colectivo, sino como una subjetividad herida, frustrada, enojada o esperanzada.
De esta manera, los discursos que logran captar la atención no son los más informados, sino los que entran en resonancia emocional con las expectativas, los deseos o las heridas de su audiencia. Y en esa lógica, la política deja de ser un espacio de negociación racional y se convierte en una competencia narrativa de ficciones emocionales.
Lo que está en juego ya no es quién tiene razón, sino quién sabe decir lo que el otro necesita sentir.
3. La inutilidad de los datos sin relato
Uno de los rasgos más paradójicos de nuestro tiempo es la coexistencia entre el exceso de información y la creciente desconfianza hacia todo lo que se informa. Nunca en la historia hubo tantos datos disponibles, tantos estudios publicados, tantos informes estadísticos, visualizaciones, gráficos, papers, alertas, diagnósticos. Y, sin embargo, nunca fue tan difícil producir sentido común a partir de ellos.
No se trata de que la gente no tenga acceso a la información. Es que la información, sola, ya no convence. No ordena, no moviliza, no genera identificación, no transforma. El dato, por sí mismo, se ha vuelto ineficaz. Porque el problema, claro, no es la verdad de los datos, sino su desconexión emocional. Una estadística puede ser irrefutable y a la vez insignificante. Un gráfico puede mostrar el deterioro ambiental, el aumento de la desigualdad o la concentración del ingreso… y sin embargo no conmover a nadie.
¿Por qué? Porque sin relato, el dato es solo un ruido.
Un relato no es solo una historia. Es una estructura de interpretación que permite ubicar lo que nos pasa dentro de un marco que lo explique, lo justifique o lo cuestione. El relato organiza la experiencia. Y en un mundo saturado de datos —fragmentarios, contradictorios, fugaces—, solo los relatos logran generar pertenencia.
Quien domina el relato no necesita tener razón. Solo necesita ofrecer una forma de entender el mundo que sea emocionalmente satisfactoria. Y esa forma muchas veces no coincide con los hechos. De hecho, muchas veces los contradice abiertamente.
Pero eso no importa. Porque los relatos no se miden por su veracidad: se miden por su eficacia emocional. Si un dato contradice lo que siento, tiendo a rechazarlo. Si una ficción refuerza lo que quiero creer, la adopto como propia.
Es así que la verdad empírica se ve desplazada por la verdad narrativa y el poder deja de residir en quien tiene los hechos, para hacerlo en quien los puede convertir en historia.
Esta es una de las claves del discurso político contemporáneo: la hegemonía no se conquista con argumentos, sino con relatos que logren ser afectiva y colectivamente compartidos. Y si esos relatos necesitan distorsionar la realidad para lograrlo, no es problema: la emoción valida el desvío.
4. Even better than the real thing: el problema de la verdad
Decíamos que vivimos un momento histórico en el que los datos dejaron de importar. O, mejor dicho, dejaron de funcionar como base común para organizar el mundo compartido. No es que no haya información. De hecho, nunca en la historia hubo tanta. Pero la información ya no ordena, no estructura, no genera sentido. Y lo que no genera sentido, no genera legitimidad.
No alcanza con mostrar cifras, demostrar hechos ni con “tener razón”. Porque en este régimen emocional, como lo venimos observando y diciendo, lo que importa no es que sea verdadero, sino que se sienta como tal. Que suene familiar, que no incomode, que active una emoción reconocible.
Entre 1990 y 1991, la televisación de los bombardeos de la Guerra del Golfo, generaron en Bono y The Edge, cantante y guitarrista respectivamente de U2, la impresión de estar presenciando algo tan controlado, tan montado, que podía no ser cierto. Esa intuición se puede percibir a lo largo de su álbum “Achtung Baby” de 1991 y en particular en la canción “Even better than the real thing (Incluso mejor que lo real)”, que trata sobre simulacros que se sienten más reales que lo real.
Baudrillard no tardaría en llevar esa intuición al límite: “La Guerra del Golfo no tuvo lugar.”
¿Estaba negando que cayeran bombas? No. Estaba señalando que la guerra, tal como fue presentada, existió más como espectáculo que como hecho. Y que en esa forma de representar el mundo, la verdad ya no importa tanto como la verosimilitud emocional.
Acá conviene detenernos un momento.
Porque cuando decimos que “la verdad está en crisis”, ¿de qué estamos hablando exactamente?
Hasta ahora venimos hablando de “la verdad” como si todos entendiéramos lo mismo. Pero no es tan simple.
4.1 ¿Qué es “la verdad”?
¿Es una correspondencia entre el lenguaje y el mundo? ¿Una coherencia interna entre ideas? ¿Una revelación profunda? ¿Una construcción social más o menos estable?
A lo largo de la historia, la verdad ha tenido muchas formas:
- Para los griegos, era desocultamiento: hacer visible lo que estaba velado.
- Para la modernidad, era correspondencia: que lo que se dice se ajuste a lo que es.
- Para Nietzsche, era una ilusión necesaria: una convención olvidada.
- Para los pragmatistas, era lo que funciona.
- Para muchos pensadores contemporáneos, la verdad es una producción contextual, sostenida por acuerdos, instituciones y formas del lenguaje.
Pero luego apareció Derrida, con su célebre frase: “No hay nada fuera del texto.”
¿Qué quería decir? Que todo lo que entendemos del mundo pasa por signos, por lenguaje, por interpretaciones. No hay una realidad pura detrás del discurso. No hay un “afuera” al que podamos remitirnos para saldar las disputas. Solo hay texto. Representación. Construcción.
Eso no significa que “todo da lo mismo”. Significa que la verdad ya no se impone por sí misma, sino que necesita formas de validación. Y en este presente afectivo, esa validación no proviene del dato, sino de la emoción.
Por eso, más que una crisis de la verdad, lo que vivimos es un cambio de régimen de verdad. Ya no importa tanto lo que es, sino lo que parece ser, lo que se puede narrar de forma creíble, lo que genera identificación, lo que hace sentir que algo es cierto.
Y en ese nuevo marco, los datos sin relato se vuelven inútiles. Porque la verdad, si no se vincula con una experiencia emocional, ya no opera como verdad. Se vuelve una cifra más, una tabla más, un ruido más.
Lo que sigue entonces es inevitable: cuando no hay verdad compartida, no hay espacio público posible. Solo burbujas de certeza, tribus afectivas, cámaras de eco. Y en ese escenario, el terreno está listo para que lo más manipulable de todo —el deseo y el temor— se conviertan en los únicos criterios de realidad.
Como advierte El Analista en “The Matrix Resurrections”: “Para el 99.9 % de tu especie, esa es la definición de realidad: deseo y temor, baby.”
5. Cuando nada de lo que importa es verificable
Cuando todo se vuelve opinable, incluso lo que antes considerábamos incuestionable, algo en el fondo de la experiencia cotidiana se desestabiliza. Ya no es solo un problema de conocimiento: es un problema de confianza en el mundo.
¿Es cierto lo que veo? ¿Lo que leo? ¿Lo que me cuentan? ¿Puedo creer en algo sin miedo a estar siendo manipulado? ¿Tiene sentido discutir si no hay acuerdo posible sobre los hechos? ¿Hay algo, alguna cosa al menos, que pueda darse por cierto?
Esa incertidumbre no es filosófica. Es emocional. Produce desorientación, sospecha, cansancio. La descomposición del lazo con la verdad se siente como una intemperie subjetiva: ya no hay terreno firme, ni faro, ni brújula. Y frente a eso, las certezas emocionales se vuelven refugio.
En ese contexto, se comprende por qué prosperan los discursos que ofrecen una visión simple del mundo: una explicación clara, con culpables definidos, con enemigos visibles, con promesas contundentes.
Aunque sean inexactos, aunque estén plagados de falsedades, funcionan. Porque calman. Ordenan. Dan sentido.
Frente a la ansiedad de vivir en un mundo donde nada es verificable —ni los datos, ni las intenciones, ni las promesas, ni los afectos—, se impone una lógica emocional de supervivencia: creer en lo que me protege del vértigo.
Volviendo a “The Matrix Resurrections”, eso es justamente lo que comprende —y explota— el Analista:
“Y ustedes creen en las mierdas más locas. ¿Por qué? ¿Qué valida y hace reales sus ficciones? Las emociones.”
Y es esa misma estructura emocional la que sostiene hoy muchas de las formas políticas emergentes: líderes que no ofrecen soluciones, sino ficciones creíbles; proyectos que no proponen futuro, sino sentido emocional del presente.
En ese clima, la verdad no desaparece: queda suspendida. En pausa. Como si ya no nos importara alcanzarla, mientras nos resulte soportable lo que sentimos.
Y lo más inquietante es que esa suspensión no provoca resistencia. Porque —como dice el Analista— en esta Matrix del presente, cuanto más manipulados estamos, más energía producimos. Y lo hacemos felices.
“Más felices que cerdos en la mierda.”
6. De la emoción al orden económico
Podría decirse que todo esto —la emocionalidad como forma de vivir la realidad, la verdad como accesorio, los relatos como anclas afectivas— conforma una especie de clima espiritual de época. Pero no es solo eso. No es solo malestar ni subjetividad.
Este régimen emocional tiene una consecuencia muy concreta: produce más. Produce mejor. Produce sin resistencia.
Por eso el Analista, nuevo diseñador del mundo en “The Matrix Resurrections”, puede jactarse no solo de haber domesticado el deseo y la angustia, sino de haber convertido esa domesticación en rendimiento.
“Vengo rompiendo récords de productividad todos los años desde que asumí el cargo. Y la mejor parte, cero resistencia.”
No hay látigos. No hay represión. Solo una simulación bien diseñada y emocionalmente placentera. Y en ese marco, la productividad florece. Porque cuanto más manipulados estamos, cuanto más deseamos lo que nos ofrecen, cuanto más tememos perder lo que tenemos, más rendimos.
Ya no hace falta convencernos de que el sistema es justo. Solo basta con hacernos sentir que no hay nada fuera de él. No es una imposición: es una fidelidad emocional.
Y para que eso funcione, hace falta una narrativa que lo justifique. Una teoría que explique que todo lo que pasa, pasa porque así debe ser. Que la economía no es un terreno político, sino una consecuencia “natural” del orden espontáneo de las cosas. Que cada uno tiene lo que merece. Que intervenir es destruir. Que el mercado es más sabio que cualquier razón colectiva. Que la desigualdad es inevitable. Que la libertad es hacer lo que uno puede solo.
Esa narrativa existe, tiene nombre, tiene ideólogos.
Y tiene historia.
7. La ideología del orden espontáneo:
la Escuela Austríaca como ficción emocional
Si la política ya no se construye en torno a hechos verificables, y la verdad ha dejado de importar como problema público, no debería sorprendernos que lo mismo ocurra con la economía.
Porque la economía —más allá de sus gráficos, sus índices y sus fórmulas— es también una narrativa. Una manera de explicar por qué el mundo es como es, quién tiene derecho a qué, qué se considera justo, y qué se castiga como un exceso intolerable.
En ese escenario, la Escuela Austríaca ocupa un lugar privilegiado. No porque sea científicamente sólida —de hecho, se rehúsa sistemáticamente a contrastar sus postulados con la realidad empírica—, sino porque ofrece una estructura emocional sencilla, cerrada y reconfortante en tiempos de incertidumbre y caos.
¿Qué dice, en esencia, esta corriente? Que el mercado es un orden natural. Que los precios son señales puras de información. Que cada actor económico actúa de forma racional según sus preferencias subjetivas. Que la intervención del Estado —cualquier forma de intervención— distorsiona ese equilibrio. Y que, si hay pobreza, desigualdad o sufrimiento, no es culpa del sistema, sino consecuencia de decisiones individuales ineficientes o equivocadas.
En síntesis, que si no triunfás, es porque algo estás haciendo mal.
Este marco de pensamiento no solo exonera al sistema de sus efectos, sino que condena moralmente a quien fracasa. Convierte el éxito en virtud y el fracaso en pecado. Y en el proceso, despolitiza por completo la economía: ya no es un terreno de disputa entre intereses, sino una especie de resultado automático de elecciones libres en un entorno neutral.
Pero la Escuela Austríaca no triunfa porque explique bien cómo funciona el mundo. Triunfa porque ofrece certezas en medio del ruido. Porque tiene el tono mesiánico del que revela una verdad oculta, pero evidente. Porque suprime la complejidad y devuelve al individuo una ilusión de control moral sobre su destino. Porque convierte una realidad brutal en una ficción coherente y emocionalmente funcional.
Y lo hace en un tono “anti-sistema” que la vuelve doblemente eficaz: se presenta como rebelde, como liberadora, como enemiga del poder político tradicional… mientras garantiza, en los hechos, la reproducción de los privilegios del poder económico.
No hay que ser un experto para entender su atractivo. En un mundo hiperinformado pero vacío de sentido, en un presente emocionalmente desorganizado, en una sociedad donde nada parece verificable, la Escuela Austríaca promete una salida rápida, un culpable claro, una explicación sencilla. Pero sobre todo ofrece un alivio subjetivo: “No sos una víctima del sistema. Sos libre. Solo tenés que esforzarte más.”
Es esa ficción la que la vuelve peligrosa. No porque engañe, sino porque ofrece exactamente lo que muchas conciencias desean sentir. Y lo hace en el mismo tono que la Matrix del Analista: cómodo, funcional, y aparentemente inofensivo. Mientras tanto, la cápsula se vuelve más sólida.
Y el rebaño, más tranquilo.