No estamos aquí porque seamos libres. Estamos aquí porque no somos libres.
“Pero, como bien sabes, las apariencias pueden ser engañosas, lo que me lleva de vuelta al motivo por el que estamos aquí. No estamos aquí porque seamos libres.Estamos aquí porque no somoslibres. No hay forma de escapar a la razón, ni de negar el propósito, porque, como ambos sabemos, sin propósito no existiríamos.”
Smith, The Matrix Reloaded, 2003
Hasta aquí, hemos venido describiendo no solo un paisaje teórico sino la atmósfera emocional y cultural en la que respiramos todos los días.
Empezamos hablando de la verdad y de cómo su desplazamiento dejó un vacío que fue ocupado por la emoción. No porque la gente “crea cualquier cosa”, sino porque lo que hoy da sentido a lo real ya no es su veracidad, sino su capacidad de afectarnos.
Luego vimos cómo esa emocionalidad se convirtió en materia prima para reorganizar la política, la economía y la subjetividad. Ya no se trata de controlar desde arriba, sino de cultivar desde adentro. De producir seres que, al sentir que el mundo es suyo, acepten que también lo es su dolor.
Y así llegamos al corazón del nuevo dispositivo: un sistema que nos hace producir más mientras creemos que somos más libres, que extrae valor de nuestros cuerpos, pero sobre todo de nuestras emociones, nuestros miedos, nuestras aspiraciones. Que convierte cada elemento de la experiencia humana —el deseo, la ansiedad, la autoimagen, la búsqueda de sentido— en energía útil para sostener su propio orden.
Lo que sentimos organiza lo que creemos. Y lo que creemos define quiénes somos. Pero cuando esas creencias son diseñadas, mediadas, dirigidas, retroalimentadas por tecnologías invisibles y discursos aparentemente neutros, ¿seguimos siendo nosotros quienes sentimos?
Ese es el nudo que nos queda por desarmar. Cómo se organiza hoy ese mundo emocional que vivimos como propio. Y qué fuerzas lo moldean sin que lo notemos.
1. Ficciones organizadoras
Toda organización social necesita una narrativa que le dé sentido. Un principio de legitimidad, una forma de explicar por qué las cosas son como son y no de otra manera. A lo largo de los siglos, ese principio fue cambiando: primero se llamó “Dios”, luego “la razón”, después “la voluntad del pueblo”.
Hoy, ese lugar está ocupado por entidades abstractas que no tienen rostro ni responsabilidad, pero que organizan nuestras vidas como si fueran leyes naturales: el algoritmo, el dato y el mercado.
Lo que tienen en común no es solo su pretensión de neutralidad. Es que todos ellos sustituyen la acción colectiva por procesos automáticos. Y al hacerlo, producen un orden sin sujeto, una realidad sin autor, un mundo sin alternativas.
Se han vuelto las nuevas fuentes de verdad y autoridad en el capitalismo tardío. Pero no precisamente porque digan la verdad, sino porque hacen innecesario discutirla.
2. El arquitecto del deseo: el algoritmo
Si en otros tiempos el deseo se forjaba en el cruce entre lo social y lo simbólico —la mirada del otro, la pertenencia, el ideal—, hoy ese lugar lo ocupa el algoritmo.
Ya no deseamos lo que deseamos. Deseamos lo que nos aparece.
El algoritmo dejó de ser solo un conjunto de instrucciones o reglas. Es una estructura de preferencia automatizada que se alimenta de nuestras elecciones para anticipar las próximas. Pero no se limita a predecirlas: las condiciona, las orienta, las fabrica. Y lo hace con una eficacia que no proviene de la represión, sino del refuerzo.
Cada clic que hacemos, cada scroll, cada reproducción, cada segundo de atención, cada pausa, cada reacción: todo se transforma en insumo para calibrar lo que veremos después. Y lo que veremos después será más afín a lo que ya vimos. Más agradable. Más ajustado. Más adictivo.
El algoritmo no organiza la diversidad, la reduce. Filtra el mundo hasta que se vuelve una extensión amable de nuestras certezas y sensibilidades. Y en ese mundo, donde solo aparece lo que confirma, lo que emociona, lo que atrae, la posibilidad de desear otra cosa se desvanece.
Ya no elegimos lo que buscamos. Buscamos lo que nos ofrecen. Y con eso construimos nuestra identidad, nuestras creencias, nuestros vínculos.
Pero el algoritmo no “controla nuestras vidas”, simplemente nos ofrece una ilusión perfecta de espontaneidad. Y esa ilusión es suficiente. Porque mientras sintamos que seguimos siendo nosotros los que decidimos, nadie va a reclamar contra lo que en realidad está eligiendo por nosotros.
El algoritmo no censura, invisibiliza. Y en esa operación silenciosa —qué aparece y qué no, a quién ves y a quién no, qué se vuelve tendencia y qué se hunde en la irrelevancia—, se juega una nueva forma de poder: el poder de organizar el deseo desde abajo, desde la experiencia cotidiana, desde la inmediatez del tacto y la emoción.
3. La verdad sin sujeto: el dato
En la tierra del algoritmo, el dato es rey. Nada parece más confiable, más limpio, más real que un dato. Porque “los datos no mienten”, dicen. Son “evidencia”. Son “hechos”. Los datos “son la verdad”.
Pero un dato no es un hecho en bruto. Es una forma de recortar el mundo, de cuantificarlo, de volverlo legible y manipulable por una lógica determinada. Y esa lógica —por más matemática que parezca— no es neutra.
Medimos lo que pensamos que importa. Y lo que pensamos que importa depende de nuestras creencias, nuestras instituciones, nuestras prioridades económicas, políticas, culturales.
El dato, entonces, no es la realidad. Es una representación de la realidad, filtrada por dispositivos técnicos, intenciones humanas y estructuras de poder. Pero cuanto más lo usamos, más lo naturalizamos. Es decir, lo terminamos obviando. Y ahí está la trampa: empezamos a creer que el dato habla por sí mismo.
Como el dato no tiene cuerpo, no tiene historia ni una ideología aparente, resulta perfecto para sostener un orden que se presenta como técnico, no político. Como eficiente, no ideológico. Y como inevitable, no elegido.
Así, el dato se convierte en una verdad sin sujeto. Una verdad sin narrador, sin conflicto ni responsabilidad. Más grave aún: es una verdad sin consecuencias. Porque si el dato “solo dice lo que hay”, ¿quién puede discutirlo? ¿Quién puede proponer otra cosa?
Este culto al dato ha invadido todos los campos: la política, la salud, la educación, el amor, la amistad. Todo se mide, todo se rankea o todo se compara. Y todo lo que no se puede cuantificar, pierde valor.
¿Qué hay entonces de aquellas cosas —las realmente importantes— que resisten al dato? El dolor, la justicia, la esperanza, la desigualdad, el deseo, la angustia, la dignidad no se pueden mensurar. Y cuando un sistema no sabe qué hacer con lo que no puede medir, no lo resuelve: lo borra.
4. El oráculo moderno del mundo: el mercado
Siglos ha, los pueblos consultábamos oráculos. Teníamos entonces sacerdotes, astrólogos y profetas. Seres que hablaban en nombre de una verdad superior, inexplicable, inapelable.
Hoy, ese lugar lo ocupa el mercado. Se lo invoca, se lo escucha, se lo interpreta. Pero sobre todo: se le teme.
El mercado sube, baja, se entusiasma, se asusta, castiga o premia. Está en todos lados como un dios pero no nos preguntamos qué es. O de quién es la voz que habla cuando habla el mercado.
Ciertamente, el mercado no es una entidad natural. Es una construcción política, histórica y tecnológica. Pero nos lo presentan como si fuera un ser viviente, un clima, una fuerza de la naturaleza. Y, por supuesto, esa personificación no es inocente: hace que sus efectos parezcan inevitables.
Si los salarios bajan, es porque “el mercado lo requiere”. Si los servicios se privatizan, es porque “el mercado lo hace mejor”. Si un país ajusta su presupuesto, es para “tranquilizar a los mercados”. Como si el mercado pensara o sintiera. O como si el mercado supiera.
Y sin embargo, el mercado no tiene rostro ni responsabilidad. Es una suma de decisiones privadas, intereses concentrados y flujos financieros automatizados. Pero se lo escucha como si fuera el juicio de los dioses. El precio de una cosa —de una casa, de un medicamento, de una vida— pasa a ser su verdad.
Así, el mercado define qué vale y qué no. Qué existe y qué desaparece. Qué es “eficiente” y qué es “insoportable”. Y quienes intentan intervenir para corregir esa lógica —regular, redistribuir, proteger— son acusados desde los aparatos mediáticos afines de “atentar contra el orden natural”, de “comunistas”.
La ideología del mercado no se impone como ideología. Se impone como evidencia. Y por eso es tan difícil de desmontar: porque se presenta sin relato, como si simplemente leyera lo que ya está ahí.
Pero el mercado no describe el mundo. Lo produce. Y lo hace con una lógica que no reconoce necesidad, justicia ni dignidad. Solo rentabilidad.
5. Realidades automáticas: el orden sin sujeto
El algoritmo organiza el deseo. El dato define lo verdadero. Y el mercado establece lo que vale. Y lo hacen sin rostro, sin intención explícita, sin voluntad aparente. No hay responsables. Solo funciones. Solo sistemas. Solo flujos.
Vivimos en un mundo en el que la realidad parece autogenerarse. Donde las decisiones ya no se discuten en la plaza pública, sino que se ejecutan desde plataformas, indicadores, matrices de riesgo, pizarras. Un mundo donde la política se subordina a la técnica, la técnica a lo económico, y lo económico a lo automático.
Y sin embargo, cada una de esas estructuras fue diseñada, ajustada, mantenida por personas concretas, con intereses concretos y visiones del mundo concretas. Pero eso no se ve. Porque el diseño se esconde tras la interfaz, la intención se disimula en la métrica, y la ideología se disuelve en el rendimiento.
El resultado es una realidad que funciona sola, y que se impone como un destino sin alternativa. En esa realidad, lo posible no se decide: se calcula. Lo justo no se debate: se modela. Lo deseable no se construye: se predice.
Y así, el mundo deviene infraestructura emocional y cognitiva: un entorno que no solo habitamos, sino que nos habita. Que organiza lo que vemos, lo que sentimos, lo que creemos, lo que somos.
Una realidad sin sujeto. Una verdad sin política. Un orden sin autor.
Frente a ese orden, casi todo intento de pensar distinto parece delirio, ineficiencia o herejía.